
El chofer apagó el motor en un derrumbe pequeño.
Sin embargo, la pista era lo suficientemente angosta para que el derrumbe chiquito tuviera proporciones catastróficas.
El chofer apagó el motor y bajó a calcular. Cuando el chofer calcula los demás se unen a hacer lo mismo.
El cálculo proporciona una herramienta de masculinidad importante para restarle omnipotencia al chofer.
El lugar provocaba desconfianza: una pista chica y una gran capacidad de aluvión.
Las piedras apenas si estaban unidas a la roca madre, como pequeños murciélagos destetándose.
Una pequeña quebrada bajaba llena de agua y lodo sostenida por pedazos de suelo frágiles, rebosando su capacidad de carga.
Nos bajamos.
Los hombres calculaban y yo observaba el derrumbe inminente.
Toneladas de roca y lodo chorreándose y cayendo vencidos por la fuerza invencible del agua. Y nosotros, pobres seres humanos insignificantes, siendo arrastrados por ella.
De pronto, el primer aluvión pequeño. Nos movimos al refugio del auto estacionado pero tan vulnerable como nosotros al fin y al cabo.
K y yo seguíamos vigilando hasta que un pedazo de laja como un shuriken ninja venía rauda a nosotros para decapitarnos.
El tiempo iba lento en ese momento.
Parece que la adrenalina te hace entrar a la velocidad de la luz sufriendo de pronto de dilatación temporal.
Y así, en cámara lenta, toca correr y todo se rebobina y es una locura de movimiento.
El desafío del cálculo se resuelve en un par de segundos.
El chofer pasa como sea y nos embarcamos huyendo de esos pocos espacios donde las dimensiones cosmológicas se confunden con la nuestra.
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